Literatura y pasión

Escribir. ¡Somos tantos los que lo hacemos mal!. ¿Donde se esconde el genio, la sensibilidad, que hace del escritor un ser único y definitivo, poderoso como Ulises ?. Dentro de mí no creo que se encuentre. Entra tanto, me entretengo escribiendo para mí.

Wednesday, December 06, 2006

La resaca del hombre equivocado

Huele a hierba. Me evade sentarme en el porche centenario de esta casa, en la que vivo solo, dejando que mi vista se duerma entre las espigas de lluvia. En realidad no miro. Solo poso la mirada en la atmósfera cenicienta, hasta dejar de ver de puro mirar. Una vez leí un artículo científico donde explicaba el concepto de campo vacío; se trata de un fenómeno en el que la monotonía idéntica de lo que se observa lleva al espectador a dejar de ver; A cegarse momentáneamente. Supongo que eso es lo que me pasa. De todas formas, termino cabeceando abstraído y el mundo se vuelve visible, con la leñera a la derecha y la galería a la izquierda y el jardín, bastante abandonado, donde crece la hierba a su aire, frente a mi porche. Clausurar mi mirada no es un ejercicio de desdén para mi; es otra cosa lo que busco. Deseo concentrarme en el sonido. Oír el chapoteo del agua golpeando sobre el agua, sobre las baldosas ajadas de los caminos, sobre los tejados, sobre todas las cosas que no veo. Es muy evocador el ruido de la lluvia para mí. No es por placer que hago este ejercicio de ensimismamiento. Solo huyo. Me escapo de mi. Además, este pasatiempo me trae algún recuerdo digno de ser maduro, entre tanta memoria podrida. Cuando me abstraigo frente a la lluvia me acuerdo de aquél cuadro. Lo vi siendo niño, la primera vez que mi madre me llevo, una tarde tórrida de agosto, a una exposición pictórica. Representaba un atardecer lluvioso visto desde el pórtico de una iglesia. Aquella imagen me impactó sensorialmente y me hizo estremecer, vestido de verano como estaba, como si yo mismo fuera el personaje que veía aquel motivo, y estuviera resguardado bajo el pórtico viendo caer la lluvia fría en el descubierto inmediato.

No estoy seguro de querer vivir más tiempo.

Ni siquiera creo que haya valido la pena haber vivido. De hecho, me veo innecesario. Me sobro a mi mismo. Me miro las manos, robustas aún, y las siento ajenas. Ojalá no fueran mías. No me gusto vivo, y seguramente tampoco me gustaría si me contemplara muerto.

Me gustan mis botas grandes de cuero. Cuando era un chaval tuve unas botas parecidas, aunque aquellas fueran del ejército; por eso las deseche, aunque aun estaban bastante buenas. Eran unas botas negras de media caña, con hebillas para ceñirlas mejor al tobillo y a la pierna. Como estas. Me complace limpiar mis botas, quitarles todo el barro con mimo, esperar que se sequen luego, antes de darles betún negro de calidad. Se lo compro a Eulogio Benigorria, que es muy serio y vive la venta de betún como podría vivir la venta de integrales triples, con profesionalidad severa. Nunca le guste a ese hombre. Lo se, lo he notado siempre, pero el me gusta a mi. Después de darle una pizca de betún y extenderlo bien es cuando mejor huelen mis botas, como si se despertase el cuero. Y luego las impermeabilizo un poquito, justo un poquito, con grasa de foca.

A veces intento sentirme culpable, quizás eso me ayudara a respirar sin este pesar, pero perdí esa esperanza alguna vez o en algún sitio, no recuerdo. Quizás la maté. De eso entiendo bastante. Yo no sonrío; no me sale y no me gusta.

Se que hubo un tiempo antes de todo aquello en el que comprendía la fe, y vivía mis ilusiones como si fueran piedras evidentes, agarraderos firmes en los que asir mi vida. Rumbos nítidos. Lo se, porque lo recuerdo. Y uno no puede olvidar haber estado vivo mientras lo está. Ni borrar el dolor propio. Uno vive porque tiene que vivir, si algo no lo remedia. Acaso yo mismo debiera ponerme a ello. Corregir el equivoco de quedarme vivo. Seguramente es lo más cariñoso que podría hacer para mi mismo, aunque supongo que para hacer algo así debería de quererme al menos un poco, y yo, la verdad, me doy bastante igual. Paso de mi.

El otro día me hice un corte en este dedo, claro, por eso me duele si me rozo. No es nada. Esta cicatriz no va a dejar huella. La piel es muy piadosa. Lástima que no todo el cuerpo se porte igual. El pelo por ejemplo, ¿ves?, lo cortas y al tiempo lo tienes donde lo tenías. Como la memoria indeseada. Tengo que buscar un peluquero, porque empiezo a parecer un intelectual solitario con estas greñas revueltas, y estoy seguro de que no lo soy. Una cabeza rapada es más acorde al contenido. Y más merecida.

Cuando la lluvia arrecia me estremezco un poquito. Y ahora redobla y repiquetea furiosa contra el mundo parado que me rodea. Ese sonido tiene su dejillo musical. Y cada objeto percutido por las gotas cantarinas tiene su tonadilla. Siempre he sido friolero y cualquier cosa que tenga un tono de frío, aunque no haya propiamente una caída térmica asociada, me produce escalofríos. Recuerdo que mi madre, cuando lloraba, me daba frío. También me dan escalofríos los ojos pasmados de los niños.


¿Nunca dejaré de ver la cara de aquel crío?, ¿cuanto recuerdo tengo que soportar? Me gustaría vengarme de su poder, hacerle pasar por el castigo de una mirada perenne. Desearía verle pasmado, con aquella cara de sorpresa, pero esta vez la parabellum me gustaría que la sujetara él. ¿Es que no han oído hablar de la venganza?. Debería estar aquí, cobrarse la deuda, apretando el gatillo del arma que apunta a mi cara. Plas. Un agujero negro donde tenía el rostro. Irme. Y que se joda él como me jodo yo, que viva con mi última mirada. En lugar de procurarse una venganza de honor, merecida y justa, se traiciona a si mismo y me jode con su perdón. Ahora estudia ingenieros como su padre, que en paz descanse.

Lo peor de la noche es el sinfín de la vigilia. Yo de chaval dormía horas y horas sin sentir. Ni a mear me levantaba aunque pasaran horas como para reventar la vejiga más capaz. Mi padre me decía que solo los vagos dormían como yo. Tenía razón el hombre, pobre, yo no era, ni soy, un hombre trabajador. Aunque ahora no duerma casi, y me levante a mear cada rato. Cuando me marche de casa, en pos de mis historias más negras, el hombre cerró su alma y me negó. El sabía donde y para qué huía su hijo. Salí de él para no verlo más. Pobre. Nunca más me habló, ni me defendió. Sobre todo me ignoró. Se que pidió perdón por mi, eso si, el pobre.

Los gatos no me gustan. No sé, les veo aprovechateguis. Son como esas novias que solo buscan futuro a cambio de orden, o esos novios que solo desean el revolcón aquí y ahora, pronto y bien. Y si te he visto no me acuerdo. Además no me gusta como les huele el aliento. Los perros son otra cosa, jadean con boca honrada y te miran con su propia personalidad, no van de especie, va de sujetos. Yo he sido gato toda mi puta vida.

No le conocía, personalmente, de nada. Un objetivo, me dijeron, y un objetivo vi. El señuelo, aquel tipo que olía a ajo, se acercó a él y lo marcó de forma inequívoca, tocándose la nuca al cruzarse con él, para evitar errores, nos decíamos al planearlo. ¿Errores? , que sarcasmo. ¿Y quien coño sino su hijo podía acompañarle de mañana, y sujeto de su mano?.

Debería cortar un poco el césped o me va a comer los caminos.

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