Literatura y pasión

Escribir. ¡Somos tantos los que lo hacemos mal!. ¿Donde se esconde el genio, la sensibilidad, que hace del escritor un ser único y definitivo, poderoso como Ulises ?. Dentro de mí no creo que se encuentre. Entra tanto, me entretengo escribiendo para mí.

Wednesday, March 04, 2009

Una abuela

No era una mujer joven, ni siquiera madura, y cualquiera, hasta el menos fisonomista, podría decirlo. Era difícil, sin embargo, llamarla anciana, la miraras como la miraras; Quizás lo fuera, no digo que no, al menos si contásemos los años uno a uno, pero había algo en su actitud, una serenidad de paisaje en su expresión, que la hacía distinta, y a mi me gusta pensar en ella como en una mujer sin tiempo, sin edad. ¿Arrugas?, vaya que si las tenía! Pero parecía aradas por un peine de viento, una a una, como cuidando de ondularlas, de los sutiles que eran. Y luego estaba el tono; no era una tonalidad cualquiera, ¡que va!; tenía, su piel, la palidez rosada de esas manzanas que nunca parecen madurar del todo. Cuando alguien le preguntaba como hacía para conservar a sus años aquel cutis, en tono admirativo, ella explicaba que nada hacía en particular, salvo ponerse una pamela de ala generosa si debía estar al sol, y colocarse unas rodajas de pepino, cortadas muy finas, sobre los párpados cerrados y las mejillas expuestas, si por alguna razón debía tumbarse cara al sol, lo cual sucedía cuando realizaba en las mañanas ejercicios gimnásticos al aire libre, si el buen tiempo lo permitía.

A mi lo que mas me gustaba, hasta quedarme embobado mirándoselo, era su pelo. A veces me descubría observándolo, o alargando mis manos para tocar aquel cabello blanco, cano y natural, tan bien ondulado, buscando escondites secretos en los que perder mis dedos. Ella, sonriendo afable, me dejaba mirar o hacer con mis manitas aquellas prodigiosas exploraciones, hasta que, indefectiblemente, volvía su cara hacia mi, ya despeinada, y me besaba la piel del rostro más cercana. Y es que mi abuela me basaba en la frente, en los ojos, en la barbilla, en los labios y hasta en las orejas. Luego me decía que algún día, cuando fuera hombre grande, como los hombres de los cuentos que ella inventaba para mi, siempre fuertes y hermosos, siempre valientes y dignos, tendría una esposa de pelo hermosísimo y tan largo, tan largo, que podría taparme con él en invierno, como si fuese una manta caliente. Aunque la idea me subyugaba, aun lo hace, yo contestaba que nunca me casaría con una mujer porque jamás ninguna persona podría separarme de ella, tan irreal me parecía aquella hipótesis. Además me molestaba que ella pensara que yo podría querer a otra mujer como para dejar que me llevara lejos de ella y no podía entender porqué no me tomaba en serio cuando le explicaba, sensato y digno, que nadie nos separaría nunca, por muy largo que tuviera el pelo. Y menos una mujer. Ni aunque fuera muy guapa. Admitía, todo lo más, que si una mujer tan guapa como la artista morena que había en aquel cartel que anunciaba una sesión matinal de cine, ¿sabes cual digo abuela? y que me miraba con unos ojos que casi me dolían, fuera mi mujer, tendría que vivir con nosotros dos en aquella casa, y además tendría que aceptar que cuco, el mejor perro del mundo, dormiría conmigo.

Nunca nadie entendió que mi abuela y yo nos besáramos, a veces, en los labios. Así que lo hacíamos cuando nadie nos veía. Y si alguien piensa en ello de forma obscena le maldigo. Mi abuela era una mujer santa, y tan pura como los carámbanos que colgaban de la ventana del internado que humilló mi segunda infancia, lejos ya del amor de brazos tibios que ella me entregó.

Y luego estaba su olor. Nadie podía oler como ella. Era su aroma, para mí, un bálsamo acogedor, y nunca, ni antes ni después de mi vida con ella, lo he vuelto a encontrarlo en nada, en nadie. Ella, que era aficionada a la alquimia, fabricaba su propia colonia como una sacerdotisa risueña, y siempre que se aprestaba a crearla, y mientras la hacía, cantaba canciones francesas. El resultado era una fragancia a castañas tan peculiar como ella. Si sería mágico aquel aroma suyo que cuando yo enfermaba, y la fiebre me atolondraba el pensamiento y me derrotaba el cuerpo, ella me daba su medicina especial; me dejaba acostarme en su cama, alta y dura, y dormir acurrucado junto a ella mientras me acariciaba, peinándome con sus dedos el cabello empapado, hasta que a su milagroso aroma me dormía.

Debería decir que ser huérfano es una desgracia inconmensurable. Eso les daría lástima a ustedes, circunstanciales lectores, y disculparían lo banal de mi historia. Pero no lo diré. Y no expresaré tal cosa porque mentiría. Ser huérfano desde que nací fue un destino que me resultó bastante ajeno. Nunca sentí el vacío alguno, ni pasé envidia de los padres y madres que otros niños tenían, y que casi siempre me parecían bastante mandones. Tampoco pasé apuros por que otros niños tenían cosas de las que yo carecía y que compran los padres a sus hijos con ocasión de cumpleaños o navidades. Notaba que aquellos regalos, de los que mis amigos se enorgullecían sin un motivo que yo comprendiera, les hacían gritar nerviosos, agitados, y transformaba a algunos de mis camaradas más queridos en chavales prepotentes y odiosos. Yo tenía los mejores cuentos del mundo, siempre inventados para mi solo, y que se gastaban cuando los oía, porque no valía repetir el mismo ¿eh abuela?. Yo tenía, para mi solito, la mejor fabuladora del mundo.

Recuerdo aquel día maldito como una nube podrida de charcos negros, y ya se sabe que no es así como Dios manda que sean las nubes.¿Qué anticristo estúpido y jorobado movía los hilos del destino aquel aciago día?. Desgracia es una palabra banal para describir aquel acontecer. En mi memoria queda una imagen única, desoladora, pero terriblemente nítida. Mi abuela esta tumbada sobre el asfalto, como si durmiera, con los ojos abiertos, del mismito color que el cielo despejado; carece de sentido tomar el sol, además con los ojos abiertos, y me inclino junto a ella para exhortarla a que se incorpore, a que se proteja los ojos, la cabeza, ¡la pamela abuela, la pamela!. El viento arrastra el sombrero que usaba para pasear por la orilla de aquella carretera hasta mis pies. Esta extrañamente hueca. La recojo con mis manitas y la estrecho entre mis brazos. El hombre grande, aquel que siempre huele a hombre grande, me sujeta con cuidado por los hombros, y ensaya a separarme de ella con dulzura, tirando de mis hombros hacia arriba. Y yo me resisto a dejarla ¿es que no ves que mira al cielo sin sus pepinos en los ojos?. Pero comprendo. Se lo que ha pasado. Lo he visto en animales que nunca más caminaron de nuevo. Ella se ha roto para siempre. Se ha ido y mira al cielo pasmada, vacía de sí misma. El hombre me levanta y me sujeta entre sus brazos gigantes de hombre que huele a hombre. Más lejos, un hombre llora sentado en el mojón grande; le oigo gemir. Dice que la ha matado. Que la ha matado. Que él la ha matado. No sabe que a mi también me ha matado. Cree comprender porque llora y se acusa, pero no entiende nada. Yo tampoco. El hombre grande que huele siempre a hombre y que nunca habla ni besa a nadie, que siempre esta solo, me besa en la cara. Y lentamente, como una lluvia insistente que empapa la tierra, me voy calando yo de soledad absoluta. Y mi abuela parece una ternura abandonada. Una flor pálida y yerta.

Cuando ella yo estábamos solos, algunas veces, solía hablarme de la madre que no conocí nunca, la mía. Para mi abuela mi madre fue siempre mi mamá, y nunca se refirió a ella como su hija. La recordaba, sin nostalgia, más nombrándola que remembrándola, a propósito de alguna actividad que compartiéramos: hablaba de ella como si se tratara de alguien que acaba de salir por la puerta. Recuerdo un día que hacíamos juntos mermelada de arándanos; me recordó que lo que más le gustaba a mi madre era recoger los frutos en el bosque para prepararla más tarde. Yo trataba de entusiasmarme buscando aquellos frutos que mi madre también había recolectado antes que yo, intentando poner el mismo afán alegre que ella ponía, pero la verdad es que lo que más me gustaba a mi era la parte de revolver aquella melaza misteriosa y prometedora que llenaba la marmita puesta al fuego. Es verdad que nunca tuve una madre de tocar, como otros niños tenían, pero mi abuela hizo para mí una madre de cuento con la que soñar y la dibujaba siempre con matices que terminaban haciéndola a mis ojos más heroína que madre. Y además siempre parecía que no se había ido del todo porque mi abuela conocía la magia de las palabras bien contadas.

Nadie debiera deducir que mi abuela era blanda o permisiva conmigo y que si la recuerdo con imperecedero amor es porque fue complaciente con mis caprichos o deseos. ¡ Que va!. Ella tenía su carácter y sus convicciones, y su forma de educar a un pilluelo como yo, y del mismo modo que era tolerante con cosas que a otros chicos no les permitían sus padres, era inflexible y severa en cosas que otros muchachos podían hacer libremente con el beneplácito de sus progenitores. Así, jamás me permitió mostrarme burlón, y mucho menos abusón, con los estúpidos o los débiles o los animales porque, decía, tan criaturas de Dios son ellos como tu; y añadía: ¡pequeño mentecato guapísimo!. Siempre debía ser cortés con los ancianos y con los tontos. Y nunca, nunca, nunca, me levanté de mi cama tibia en invierno y fresca en verano, después de las 7 de la mañana. Porque dormir como una marmota es de marmotas y tu no quieres ser una marmota gorda ¿verdad?. Sin embargo si que me permitía hacer novillos si alguna razón poderosa me invitaba a ello, e incluso ella misma me animaba a hacerlo si juzgaba que la ocasión lo propiciaba. Y ¡por bríos! que la vida estaba llena de momentos propicios para hacer cosas importantísimas, netamente superiores a la asistencia a la escuela de Doña Leocadia, a la que Dios tenga en su gloria tras las fiebres tercianas que se la llevaron, como por ejemplo ir a recoger cerezas negras y fordas o elegir la mejores plantas secretas para el dolor de la tripa y remedio de malas digestiones en general, o las setas negras y sabrosas que solo crecen , bajo la nieve, cuando toca.

Les recomiendo que no crean todo lo que oigan sobre la orfandad. No se es huérfano por no tener padres. Se es huérfano cuando no se es amado. Respetado. Comprendido. Educado. Yo solo fui huérfano cuando murió mi abuela. Y así permaneceré hasta que encuentre a la mujer de pelo largo que me prometió.

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Saturday, February 07, 2009

Ella

Te sientas a mi lado
¡tan morena!
y suspiras el aliento que se templa
apagándose esta tarde de verano.

Absorto tu perfil ¡como una talla!,
imaginería de nácar, ¡ángel alado!,
ensueño tu deseo inmaculado
y vago mirando tu mirada.

Sonríes con blanquísima pureza
de mujer infinita, omnipresente,
torera y dueña de mi, con tu limpieza.

¿Me preguntas que si estoy enamorado?
¿Te cuestionas si de ti sigo prendado?
Sabes de sobra que sí, mujer, ¡sigo enganchado!.

Para mamá, tan guapa siempre

A mi madre

Una a una, me alentaba a cantarle a cada estrella
Mis letrillas, como alientos de alegría,
Guardando una promesa a la más bella
Una copla que ella misma elegiría.

Fabulaba para mi, para nosotros, historias cantarinas
De aguerridos héroes dorados,
Y de mágicas sultanas ambarinas
Y sutiles, azul su mirar enamorado .

¡Que brillantes sus leyendas de oro y mirra!
¡Que ternura en las penas historiadas!
Un torrente poderoso su elegía,
Su pasión, en la historia, derramada.

No hubo sedas del oriente más soñado
Ni perlas más hermosas en los mares de corales,
Que sus cuentos, menos dichos que cantados,
Ilusiones inventadas, a raudales

Barrabás, ventero desalmado, que negase
posada al divino Dios naciente
Y Por milagro de aquella Deidad omnipotente
En burro su cuerpo se trocase.

Heroínas de ojos tan brillantes
como sedas soñadas del oriente,
Luz de noches mil y una florecientes,
Tambores, trompetas y Visires cabalgantes.

En aquellas Ácaba, Estambul, Bagdad
en vasijas los magos encerrados
Deliraban de amor, allí cegados,
la venganza del harén en su maldad

Mi madre era cantora de baladas
Que tenía su quien, su con, su para qué
Y su este y su aquel y su sin qué
Sintonía de ojos y miradas.

Mamá tomo el camino de sus versos
Y quiso reposar sus labios de cantora.
Se nos fue su mirada de rapsoda,
Y el silencio se quedó por esos besos.

En recuerdo de papá

A mi padre

Hoy, a la sombra caliente del verano,
Sin saber porqué, mientras holgaba,
Mi padre ha llegado a mi memoria,

Tenía la voz, mi padre, como siempre,
Y la ternura, infinita, de sus manos.
Su mirada, tan honda, de hombre bueno,
Que comprende y perdona, transparente.

A Dios mi padre ¡tan creyente!
Le trataba de tú, o de Manolo,
Y yo, incrédulo y pragmático,
Que no creo en nada que no toque,
Rezo a Manolo, porque existe.

El día que murió,
Que se moría
Nos veíamos los ojos,
Padre e hijo,
Y supimos
Que era aquella nuestra última mirada;
Quiso, entonces, mi padre regalarme,
Desde su agonía valiente, meditada,
El regalo más precioso que hombre puede
Recibir de un padre moribundo.
Me lo dio.
Me dijo ¡aquello!.
El último regalo antes de irse.

Hoy puedo rezarle esta oración,
Un aliento contrito,
De un rincón del alma al cielo atravesado,
Porque, ensoñando, ha venido,
Mi padre,
Como siempre que le llamo.

Me escucha, Manolo, atento y quieto,
Tan paciente,
Recibiendo en sus manos
Mi verso derramado entre las mías.

Mi padre,
Ese hombre
Que me vive cada día la decencia,
Se llamaba Manolo,
Como Dios.

Wednesday, December 06, 2006

La resaca del hombre equivocado

Huele a hierba. Me evade sentarme en el porche centenario de esta casa, en la que vivo solo, dejando que mi vista se duerma entre las espigas de lluvia. En realidad no miro. Solo poso la mirada en la atmósfera cenicienta, hasta dejar de ver de puro mirar. Una vez leí un artículo científico donde explicaba el concepto de campo vacío; se trata de un fenómeno en el que la monotonía idéntica de lo que se observa lleva al espectador a dejar de ver; A cegarse momentáneamente. Supongo que eso es lo que me pasa. De todas formas, termino cabeceando abstraído y el mundo se vuelve visible, con la leñera a la derecha y la galería a la izquierda y el jardín, bastante abandonado, donde crece la hierba a su aire, frente a mi porche. Clausurar mi mirada no es un ejercicio de desdén para mi; es otra cosa lo que busco. Deseo concentrarme en el sonido. Oír el chapoteo del agua golpeando sobre el agua, sobre las baldosas ajadas de los caminos, sobre los tejados, sobre todas las cosas que no veo. Es muy evocador el ruido de la lluvia para mí. No es por placer que hago este ejercicio de ensimismamiento. Solo huyo. Me escapo de mi. Además, este pasatiempo me trae algún recuerdo digno de ser maduro, entre tanta memoria podrida. Cuando me abstraigo frente a la lluvia me acuerdo de aquél cuadro. Lo vi siendo niño, la primera vez que mi madre me llevo, una tarde tórrida de agosto, a una exposición pictórica. Representaba un atardecer lluvioso visto desde el pórtico de una iglesia. Aquella imagen me impactó sensorialmente y me hizo estremecer, vestido de verano como estaba, como si yo mismo fuera el personaje que veía aquel motivo, y estuviera resguardado bajo el pórtico viendo caer la lluvia fría en el descubierto inmediato.

No estoy seguro de querer vivir más tiempo.

Ni siquiera creo que haya valido la pena haber vivido. De hecho, me veo innecesario. Me sobro a mi mismo. Me miro las manos, robustas aún, y las siento ajenas. Ojalá no fueran mías. No me gusto vivo, y seguramente tampoco me gustaría si me contemplara muerto.

Me gustan mis botas grandes de cuero. Cuando era un chaval tuve unas botas parecidas, aunque aquellas fueran del ejército; por eso las deseche, aunque aun estaban bastante buenas. Eran unas botas negras de media caña, con hebillas para ceñirlas mejor al tobillo y a la pierna. Como estas. Me complace limpiar mis botas, quitarles todo el barro con mimo, esperar que se sequen luego, antes de darles betún negro de calidad. Se lo compro a Eulogio Benigorria, que es muy serio y vive la venta de betún como podría vivir la venta de integrales triples, con profesionalidad severa. Nunca le guste a ese hombre. Lo se, lo he notado siempre, pero el me gusta a mi. Después de darle una pizca de betún y extenderlo bien es cuando mejor huelen mis botas, como si se despertase el cuero. Y luego las impermeabilizo un poquito, justo un poquito, con grasa de foca.

A veces intento sentirme culpable, quizás eso me ayudara a respirar sin este pesar, pero perdí esa esperanza alguna vez o en algún sitio, no recuerdo. Quizás la maté. De eso entiendo bastante. Yo no sonrío; no me sale y no me gusta.

Se que hubo un tiempo antes de todo aquello en el que comprendía la fe, y vivía mis ilusiones como si fueran piedras evidentes, agarraderos firmes en los que asir mi vida. Rumbos nítidos. Lo se, porque lo recuerdo. Y uno no puede olvidar haber estado vivo mientras lo está. Ni borrar el dolor propio. Uno vive porque tiene que vivir, si algo no lo remedia. Acaso yo mismo debiera ponerme a ello. Corregir el equivoco de quedarme vivo. Seguramente es lo más cariñoso que podría hacer para mi mismo, aunque supongo que para hacer algo así debería de quererme al menos un poco, y yo, la verdad, me doy bastante igual. Paso de mi.

El otro día me hice un corte en este dedo, claro, por eso me duele si me rozo. No es nada. Esta cicatriz no va a dejar huella. La piel es muy piadosa. Lástima que no todo el cuerpo se porte igual. El pelo por ejemplo, ¿ves?, lo cortas y al tiempo lo tienes donde lo tenías. Como la memoria indeseada. Tengo que buscar un peluquero, porque empiezo a parecer un intelectual solitario con estas greñas revueltas, y estoy seguro de que no lo soy. Una cabeza rapada es más acorde al contenido. Y más merecida.

Cuando la lluvia arrecia me estremezco un poquito. Y ahora redobla y repiquetea furiosa contra el mundo parado que me rodea. Ese sonido tiene su dejillo musical. Y cada objeto percutido por las gotas cantarinas tiene su tonadilla. Siempre he sido friolero y cualquier cosa que tenga un tono de frío, aunque no haya propiamente una caída térmica asociada, me produce escalofríos. Recuerdo que mi madre, cuando lloraba, me daba frío. También me dan escalofríos los ojos pasmados de los niños.


¿Nunca dejaré de ver la cara de aquel crío?, ¿cuanto recuerdo tengo que soportar? Me gustaría vengarme de su poder, hacerle pasar por el castigo de una mirada perenne. Desearía verle pasmado, con aquella cara de sorpresa, pero esta vez la parabellum me gustaría que la sujetara él. ¿Es que no han oído hablar de la venganza?. Debería estar aquí, cobrarse la deuda, apretando el gatillo del arma que apunta a mi cara. Plas. Un agujero negro donde tenía el rostro. Irme. Y que se joda él como me jodo yo, que viva con mi última mirada. En lugar de procurarse una venganza de honor, merecida y justa, se traiciona a si mismo y me jode con su perdón. Ahora estudia ingenieros como su padre, que en paz descanse.

Lo peor de la noche es el sinfín de la vigilia. Yo de chaval dormía horas y horas sin sentir. Ni a mear me levantaba aunque pasaran horas como para reventar la vejiga más capaz. Mi padre me decía que solo los vagos dormían como yo. Tenía razón el hombre, pobre, yo no era, ni soy, un hombre trabajador. Aunque ahora no duerma casi, y me levante a mear cada rato. Cuando me marche de casa, en pos de mis historias más negras, el hombre cerró su alma y me negó. El sabía donde y para qué huía su hijo. Salí de él para no verlo más. Pobre. Nunca más me habló, ni me defendió. Sobre todo me ignoró. Se que pidió perdón por mi, eso si, el pobre.

Los gatos no me gustan. No sé, les veo aprovechateguis. Son como esas novias que solo buscan futuro a cambio de orden, o esos novios que solo desean el revolcón aquí y ahora, pronto y bien. Y si te he visto no me acuerdo. Además no me gusta como les huele el aliento. Los perros son otra cosa, jadean con boca honrada y te miran con su propia personalidad, no van de especie, va de sujetos. Yo he sido gato toda mi puta vida.

No le conocía, personalmente, de nada. Un objetivo, me dijeron, y un objetivo vi. El señuelo, aquel tipo que olía a ajo, se acercó a él y lo marcó de forma inequívoca, tocándose la nuca al cruzarse con él, para evitar errores, nos decíamos al planearlo. ¿Errores? , que sarcasmo. ¿Y quien coño sino su hijo podía acompañarle de mañana, y sujeto de su mano?.

Debería cortar un poco el césped o me va a comer los caminos.

Wednesday, October 11, 2006

Palermo


He estado en Palermo. Es una ciudad especial, distinta a cualquiera otra en Europa. Es hermosa, sucia, mágica, cochambrosa, decadente, loca en su circulación vial. Me recuerda a una de esas putas viejas, que fueron gloriosas y deseadas por todos, pero ahora, vestida fuera de moda, remendada y ajada.
A su pesar, Palermo, la vieja puta del mediterráneo, es capaz de mirarte a los ojos y conmoverte más alla de lo razonable.
Palermo, Palermo. Loco Palermo.

Tuesday, October 10, 2006

Casimiro Entrambasaguas es bajito y grueso y se afeita raramente, salvo para ir los domingos a misa porque cree que para asistir a la casa de Dios hay que ir aseado, especialmente de mejillas. A Casimiro le gusta mucho el ajo y siempre que puede, que es muy a menudo, lo pela despacio y lo unta en una rebanada de pan aceitoso; luego contempla el resultado y, parsimonioso, se lo zampa mientras canturrea; esos momentos, los que dedica a manducar con todos los carrillos de su cara, lustrosa y redonda, son los más felices de la vida de Casimiro.

Casimiro es de cómodo trato y hasta cortés a su manera, sonríe fácil, de balde, como quien ha decidido ser feliz antes de nacer. Tampoco es que nadie le afrente en exceso porque Casimiro es jovial de natural y no hay quien lo malquiera. Como además el hombre no es despierto de luces, pero no tan tonto como para no saber que es corto de ententederas, tampoco percibe a las claras las ironías sutiles de los pocos burladores que le zahieren, aunque las presienta por el tono o la actitud de quien las dice.

A Casimiro le gusta mucho echar la siesta solo, donde le pille, sin avisar.

Doña Concha De la Torre es muy pía, pero tiene espanto a las comidas aromáticas, y repudia las fritangas y las especias. El ajo, sin ir más lejos, le horroriza y tiene para sí que debe ser invento del demonio porque nada que tenga ese olor puede ser obra del Altísimo. Su dieta se basa en el huevo cocido en agua, blandito, porque si esta pasado en exceso se le engatilla el esófago y pasa unos ratos horrorosos, que parece, talmente, que se va a ahogar. Doña Concha es muy delgada, en justa consonancia con lo que llama sus méritos nutricios porque dice que la frugalidad del alimento es virtud propia de personas estoicas. Doña Concha es además muy alta y cree ella que es esa una dignidad heredada del largo abolengo. A Doña Concha le gusta mucho ser estoica, aunque no sepa bien lo que significa el término, porque en su opinión es el que mejor le va, por ser palabra de bien, que no hay mas que oírla para percibirlo. Y es que ella le da mucha importancia a las palabras. Una vez que su sobrino Jacintito comentó muy serio que su tía, por ella, estaba completamente enjuta; enterada de forma casual, por dimes y diretes de terceros, del comentario de su sobrino, tuvo Doña Concha un disgusto enorme, porque no era enjuta una palabra que definiera debidamente a su persona, con aquella onomatopeya tan fea; en vista de ello, y tras consultarlo con nadie, decidió que el desconsiderado Jacintito quedaba excluido de la herencia que le tocara de su parte. A propósito de ello le dijo a D. Honorio, el notario, encargado de redactar el nuevo testamento:

- Total, Honorio, mejor así porque mira, este chico ha salido igual de memo que su difunto padre, que en la gloria de Dios esté y en el cielo de los tontos disfrute. Y de nada le iban a servir los cuartos que heredara a no ser para zarrapaestrearlos con alguna “gran hermana” de esas. Además - apostilló enseñando las encías descarnadas - mas enjuta que su vida es difícil encontrar.

D. Honorio, como era de talante conciliador por vocación, trato de apaciguar el desenlace, sabiendo además que el pobre Jacintito, bueno para la lectura y poco más, tenía como único mérito social el hecho de ser sobrino de Doña Concha De La Torre., hacendada de tierras y dineros, y respetada ciudadana. Tenía D. Honorio oído, además, que el bueno de Jacinto estaba haciendo aguas en la Caja de Ahorros donde trabajaba, más bien poco. Pues nada pudieron sus llamadas a la calma y el perdón. Doña Concha era una mujer de decisiones firmes y en nada mellaron las palabras de D. Honorio su férrea decisión. En vano trató, más tarde, el propio Jacintito, alertado por la hija de Don Horacio, de justificar sus palabras, escribiendo a su tía misivas, en papel del mejor y con las mejores perlas literarias copiadas de aquí y de allá, en las que explicaba que no es enjuto término despectivo, sino forma literaria cultísima de llamar a la persona delgada, y que era gracia de Dios, y del estoicismo puro, esa virtud que la adornaba. Nada. Nada de nada. Como quien oye llover.

No tuvo suerte el pobre Jacinto, aunque de ello sacó, como les sucede a los creadores que destilan del dolor su mejor inspiración, una desesperanza cósmica que le llevó a escribir una colección de versos atormentados, bellísimos los veía él, con destinatarias varias, unas más feas que otras.

Casimiro y Doñá Concha De La Torre tienen relaciones de trabajo, en el sentido de que Doña Concha manda y Casimiro cumple con lo mandado de buen talante y con tino razonable. Dice Doña Concha que Casimiro no es más bruto porque no puede, y lo tiene oído el empleado, que conste, pero no resulta herido su orgullo, y además lo toma a chirigota, sin que se le note, porque a ver ¿es bruto quien termina lo empezado? ¿eh?, pues eso. ¿Y no es bruta la que no sabe disfrutar de los millones? ¿eh?, pues eso. A pesar de estos infrecuentes dichos, raramente cruzados entre uno y otro, se tienen ambos aprecio distante, como Dios manda en tales relaciones entre hacendada y propio.

D. Honorio el notario, único del pueblo, pálido de natural, tiene una hija que va a depilarse el bigote con rayos láser. Se llama Mariana, es muy morena, y dejó los estudios, al cumplir los diez y seis, porque le daban pena. Su padre, siempre tan estudioso desde chico, no entendía la relación entre los libros y la pena. Y su madre la exhortaba a ser independiente como las chicas de ahora, haciendo una buena carrera, aunque fuese farmacia. Máxime, argumentaban, cuando ella era chica estudiosa y merecedora de buenas notas, pero la chica insistía, a los requerimientos de sus padres, en que estudiar la entristecía muchísimo. Y erre que erre que lo dejaba. Y lo dejó. Fue cuando decidió depilarse por partes. Por lo hirsuta que era, calculaba su padre, aquello le iba a costar sus euros. Y a Dios gracias que la médico nueva que ampliaba su desgraciado sueldo del seguro con el invento del láser de pago, era pariente lejana, prima segunda, y les cobraba por debajo de minuta. Y no es que Honorio no ganara sus buenos euros, a diferencia de la licenciada médica, pero es que estaba convencido de que para hacerse adinerado, una meta colosal para una vida como la suya, tan importante era ganar como no gastar, y tenía para sí que los expendios superfluos había que aliviarlos cuanto más mejor. Y nada más superfluo que unos pelillos.

Mariana, en justa compensación por la advertencia que le hizo a Jacinto de la ira de su tía, recibió con pasión intensa los versos que éste le escribió, y le mando por mail. Eran éstos unos poemas que decían así:

Las flores de mayo florido
Tienen envidia rabiosa
De que tu pelo bonito
Te haga la más graciosa

En realidad Jacinto tenía escritos, en su opinión, algunos versos mejores que estos que envío a Mariana, pero los usaba para cortejar a muchachas que el encontraba más espirituales, por no conocerlas en lo personal. Y es que Jacintito era de natural enamoradisco, y no sentía que engañaba a unas cortejando a otras, casi siempre por el ciberespacio, sino que veía natural que una pasión como la suya se derramara como versos en un poemario. Se confundía, eso si, chateando con unas y con otras, porque finalmente no sabía exactamente quien era quien, y a cual de sus cortejadas había enviado por mail este o aquel verso, en la confusión que resulta de mantener charlas paralelas y cruzadas con decenas de personas, presumiblemente mujeres. Y es que Jacintito, cuando se colocaba al teclado, iluminado por una pantalla mágica, y mientras chateaba se hacía gigante y bello a sus propios ojos, como un capital bravío y cansado de la vida de doncel aburrido de triunfar. Jacintito, además de poeta, y bancario apocado, es adicto al chat, y lo disfruta con intensa emoción. Como además siente una atracción fatal por las mujeres que le atienden y con las que conecta en el ciberespacio, y le gusta rodearlas de auras espirituosísimas y hacerlas sensibles y bellas en su imaginación, las ennoblece en su imagen. Hasta que las conoce por foto o en lo personal, y entonces se le pasa el interés por ellas, desvestidas como quedan de la magia de lo desconocido.

Doña Concha de La Torre no entiende de ordenadores, y tiene para si que algo llevan de pecado, aunque en el fondo reconozca que le es una magia vedada. Un terreno donde personas que ella desprecia caminan con seguridad que le parece impropia de sus capacidades. Aún así una chispita de envidia le queda, de comprender esa luz de la pantalla que cambia una y otra vez, que sorprende con sus cambios, pero sabe taparla con dosis mayúsculas de menosprecio. Y es que Doña Concha sabe convencerse a si misma de lo que le viene en gana. Y se lo cree todo, si es ella quien lo asevera.

Doña Concha está segura de que ella no ha eructado nunca. Un día le pregunto a un confesor de su parroquia, el más viejo de los sacerdotes, si ello era signo de virtud particular, habida cuenta de que Casimiro, tan sencillamente vulgar, eructaba de forma tal que se le podía oír desde la distancia, y eso a pesar de las admoniciones de Doña Concha que le tenía prohibidísimo hacerlo en la hacienda. Y pensaba Doña Concha que su frugalidad corporal era una bendición santa. Nunca, eso si, consideraba al respecto, el resultado de otras exportaciones, relacionadas estas con el tubo digestivo bajo, y para mayor garantía de su secreto había mandado colocar dos puertas en el excusado para evitar que el servicio se percatase del intenso olor que acompañaba a sus liberaciones menos espirituosas. Y es que Doña Concha tenía un defecar temible, y había veces que ella misma tomaba aire antes de iniciar su alivio, procurando acabar antes de inhalar aquello porque, se percibía claro, que no estaba bueno. Y como el problema era crónico decidió que su virtud digestiva estaba de ombligo para arriba.

Una vez Casimiro estuvo en el cine viento una película en la que una mujer podía atravesar las paredes como si tal, sin estropearse nada, sin despeinarse siquiera; de la trama no entendió mucho, porque era un meollo muy difícil, pero le quedo bien claro que aquella señora, altísima, entraba y salía de las habitaciones por donde se le antojaba, sin usar las puertas. Al día siguiente, Casimiro, vio como Doña Concha se acercaba al cobertizo de las plantas y entraba en él, sin género de dudas. Y como más tarde necesitara unos aperos de jardinería que allí guardaba y se acercó a tomarlos, viendo que la Señora no estaba dentro y no habiéndola visto salir, seguro estaba de ello, meditó que quizás, Doña Concha, por lo delgada y transparente que era, hubiera podido abandonar el lugar atravesando alguna de las paredes del cobertizo, probablemente la de atrás, lo que justificaría su inexplicable desaparición. Consideró Casimiro que Doña Concha era por lo menos tan alta como la mujer de la película. Más tarde, no obstante, calmado de la sorpresa, consideró que quizás se le hubiera escapado verla salir por lo natural, aunque una duda se le quedo, mal que bien. Y es que Casimiro se creía muy de verdad las cosas que veía, pasmado, en las películas y no entendía de efectos especiales.

Don Cosme Araujo se apellido de segundo Martinez, y como no le gusta como suena, por parecerle corriente, se ha cambiado el sobrenombre y dice llamarse D. Cosme de Araujo y Martinez. Es esta licencia su única coquetería social porque por lo demás Don Cosme es la mar de natural. Es farmacéutico de profesión y tiene en la cuesta de la plaza del mercado una botica con rebotica que es la envidia de los farmacéuticos de la capital que la visitan, porque la ven apacible y les da serenidad verla, que hay que ver el ajetreo que tenemos en la capital, Cosme. El establecimiento es antiguo, y así lo conserva Don Cosme, que lo heredó de su padre, y este de su abuelo, ambos en mejor vida ya, especialmente su abuelo que sufrió mucho el pobre cuando vivía por culpa de una gota crónica y de su mujer, que le dio muy mala vida por lo casquivana y jacarandosa que era. A la postre, se fugó a lo antiguo con un cabo de guardia civil de bigote generoso y bajo vientre prodigioso, al decir de algunas afortunadas que lo conocieron en tales lances y que lo pregonaron a los cuatro vientos, divertidas del desenlace.

En los tiempos iniciales tuvo la tienda dos puertas, una para uso de los clientes que gastaban en droguería y la otra para entrada en la farmacia propiamente dicha, y cada puerta daba a una estancia independiente, aunque adyacente; ambos recintos estaban, eso sí, abiertos tras el mostrador, por sendas puertecillas, a una trastienda común, una rebotica acogedora, templada en invierno y fresca en verano, donde olía a alquimia aromática, y en la que destacaba una mesa de roble central de tablero muy grueso rodeada de sillas de asiento de cuero comodísimas. Don Cosme ha dejado ambas puertas como fueron hechas, conservando además su rótulo original, “Droguería” y “Farmacia”, pero hizo derribar la pared que la separaba y ahora el mostrador es corrido, y lo mismo se dispensa Augmentine, en sobres o comprimidos, que colonia a granel “botón de oro”, y aun coloretes de Ausonía, aunque tiene, eso sí, una manceba de poco estudio y cadera generosa para la droguería y una farmaceútica de carrera, risueña y parlanchina, para mejor servir a la clientela, variadísima. La farmacia de Don Cosme tiene las estanterías de madera originales, limpias como los chorros del oro, que ocupan, de arriba abajo, las paredes del local, y en ellas conserva recipientes de porcelana antiguos, cada uno señalado con el nombre de alguna planta medicinal. Y queda todo muy bonito, con sabor clásico y bien conservado, que parece talmente un museo. Los medicamentos y otros productos más corrientes se almacenan en una parte de la rebotica que por ser enorme daba para eso sobradamente, conservando además una parte de la trastienda para su uso social. Y es que, en la rebotica de Don Cosme aun se juntan a hablar, de ciento en viento, Don Honorio, Don Jacinto, que es concejal de cultura del ayuntamiento, y Don Cosme, y otros menos fijos, como Don Olegario el de la Caja de Ahorros , y Don Miguel sin destino ni ocupación fija pero de cultura extensa y chiste fácil. Don Miguel tiene un grano en la nariz, central y colorado, que cuida con esmero, y nunca permite que los consejos de terceros en favor de quitárselo, o aun aliviárselo, le hagan mella. A Don Miguel le parece que esa protuberancia que luce, como un semáforo facial, es su grano de la suerte, y bien esta lo que esta bien.

Cuando vivía Don Fernando, el médico, las reuniones eran mas frecuentes, y los contertulios se animaban más a reunirse pero desde que murió el galeno, un hombre muy piadoso y sencillo, se ha comprobado que su capacidad de aglutinación era motivo de encuentro. Además, para los dichos no había otro igual y lo mismo te hablaba de política que de religión, y eso sin faltar a nadie y a todos considerando. La sustituta de Don Fernando es una médico que se llama Doctora Fernández, y se mire como se mire no es lo mismo, porque está a lo que está, a su Láser y al seguro, y vive para trabajar. Además es mujer y no pegaría en una tertulia de rebotica llena de veteranos otoñales, argumentan los otros cuando Don Miguel esboza la posibilidad de invitarla a la tertulia. A Don Miguel, la Doctora Fernandez - Marisita le llama él – le cae muy bien y la encuentra muy atractiva.

La Doctora Fernandez hubiera declinado la invitación caso de producirse y como eso flotaba en el aire, y a nadie le gustan los portazos, pues es casi mejor argumentar que no parece adecuado invitarla, piensa Don Cosme. Y es que a la Doctora le gustan otras cosas y sus intereses van por otros derroteros. Marisita, como dice Don Miguel muy enterado, cuando acaba su consulta va al gimnasio a hacer Pilates, una gimnasia nueva muy buena, según se ha informado. No sabe Don Miguel que lo que le mueve a Marisita a acudir al gimnasio no es la máxima latina “Mens sana in corpore sano”, sino tratar de detener el progreso de unas incipientes cartucheras que se vio, a ambos lados de sus caderas, cuando desnuda se miró despacio en el espejo, hace poco- Y es que la Doctora Fernandez tiene un novio en puertas y no esta, por edad, el horno para bollos, considera cuando lo medita. Así que unos pilates no le vendrán nada mal, argumenta para sí.

El hermano de la Dra Fernandez se llama Paco, bueno Francisco, y es un chico alegre que trabaja en una editorial muy buena de Valencia. Estudió Filosofía y Letras, destacando por su buen cumplir, y cuando parecía que su licenciatura solo le iba a servir para trabajar en un -Burguer King- de encargado, le salió “in extremis” lo de la editorial, gracias a la madre de Loles, su novia, que es una mujer de muchos conocimientos entre la gente. Además es la mar de atractiva, que el mismo Paco, aunque no este bien pensarlo en un futuro yerno, bien considerado que lo tiene. Y es que Rosa, la madre de la Loles, viendo que la hija se ennoviaba con aquel chaval de oscuro futuro profesional, decidió que ese muerto no lo enterraba ella, y tiró de aquí y de allá, más bien de allá. Y es que “allá” era un amante con el que Rosa se encamaba de cuando en cuando, a petición de él o de ella, según la fiebre de cada uno, muy cariñosón él, y morboso por lo bueno, y que, a la sazón, dirigía una editorial. Le pidió Rosa a su apasionado, recién disipados los efluvios del amor y aun sudorosos los cuerpos desnudos, piel con piel, que colocara al chico a prueba, y consintió él, mientras ella sujetaba la mano del amante en su pecho desnudo y generoso para que se notara de donde le salía aquella petición tan sentida. Y así, el editorialista metido a amante aceptó contratarlo por seis meses, a prueba, y luego ya veremos, añadió alejando su mano del busto espléndido para apuntalar que allí paz y después gloria, y que tocaba cambiar de tercios, y que acababan de mezclar tetas y carretas.

Loles esta feliz del desenlace, porque esta enamoradísima de Paco y en prueba de ello está decidida a tatuarse su nombre en la parte alta del pubis, o en el tobillo por atrás, eso todavía no lo tiene claro porque lo del pubis tiene que doler un mogollón :
- “anda que no es cuco ni nada!”-, dice para sí
El padre de Loles también esta encantado de ver contenta a su hija, y porque admira la capacidad de su mujer para encontrar, ¡con el paro que hay!, un trabajo tan prometedor para el novio de la chica. Y es que su mujer vale un valer,:
- que no es que lo diga yo que a cualquiera que le pregunten lo va a confirmar, pues buena es ella! –
Y bendice el día que se caso con esa mujer tan capaz; y es que es una joya a la que no se le puede sacar más defecto, medita para sí, que una cierta frialdad en la cama, y eso que de cuerpo es espléndida pero mira tu lo que son las cosas, con lo prometedor que tiene el cuerpo, que no hay más que mirarla para alegrarte la vista, que a ella el sexo ni fu ni fa!.
- Pero a ver - se dice muy serio- no se puede tener todo. Y además cocina con amor, que eso se le nota en los guisos divinos que hace. Y el amor cuando se nota, se nota.

Mario Aguinagalde es un chico de Vitoria de muy buena familia que acabó el bachiller con notas excelentes; No le dieron el premio de honor al mejor de su clase porque ahora con la de chicas que inundan las aulas no hay manera. Siempre meten más horas, aplicadísimas ellas - que parece que no hacen otra cosa, tío, y al final te joden, van las pavas y te joden - meditaba Mario arrabiado. Mario es un chico alto y guapísimo, que lo dice todo el mundo que le conoce, y además es muy varonil, que parece que te mira y te unta de algo de lo serio que te coloca los ojos. La misma Luisa, que fue quien ganó el premio a la mejor alumna del curso, hubiera roto el diploma en pedacitos a cambio de que Mario la cortejase …- si Mario…en fin, para que darle vueltas, total, ni me mira! ¡quien coño te va a mirar gorda? ¿Es que no te ves o que? -. Luisa no se gusta nada de nada. Mario, el guapo, cree que Luisa solo existe como competencia escolar, y no ve a ninguna mujer dentro de ella. Y le parece increíble que alguien como él, así de perfecto, tenga que competir con semejante bolita de carne. Claro, Luisa es bajita, esta rellenita, con tintes de obesidad, y no tiene ninguna gracia vistiendo o hablando, cualquiera puede verlo. Luisa no es ocurrente, y no sabe decir las cosas; cuando expresa algo lo hace más enciclopédica que coloquialmente. Lo hace sin querer, pero le sale.
Luisa hace ver como que Mario no le importa. Pero si le importa. Mierda. Si le importa. Y si se ríe con esa boca de algodones y fresa que tiene, Luisa, de reojo, se pone enferma de no poder. De desear y no poder. Luisa se odia el cuerpo. Y estudia más por rabia que por afición. Luisa no se gusta nada de nada.
Mario, además de guapo es hábil con las relaciones, y no habla mal de Luisa aunque la malquiera, e incluso a veces la saluda afable, como quien no se siente molesto, como quien es un camarada leal. Pero le daría un soplamocos a esa mema bien a gusto. Luisa, confundida, tardara años en dejar de sobarse, a solas, pensando en Mario.

Ahora Mario estudia en Madrid una carrera de mucho futuro que se llama Gerencia y Dirección de Empresas, que se estudia a medias en Inglés y en Español, y que la imparten los profesores más sesudos, en esas materias, de Madrid. No se puede decir que se encuentre entre los más brillantes alumnos de su clase, porque el nivel medio es altísimo y allí el más tonto hace integrales con la izquierda mientras mea con la derecha, pero defiende sus aprobados con uñas y dientes y mal que bien pasa rozando el larguero del aprobado, que no es poco:
- Palabra, tíos, aquello es la hostia -, les cuenta a sus amigos vitorianos cuando vuelve a casa de vacaciones.

Mario nota que sus camaradas alaveses se le están quedando clavados, como de pueblo. Sobre todo Koldo que para más inri está haciendo la carrera en el zulú ese que hablan los aldeanos de caserío, los hijos de los maquetos reconvertidos, y los enchufados del Batzoki. ¿Has visto?, argumenta con Carlos, con quien tiene amistad más íntima, que son casi hermanos - si hasta pelo de palurdo se le está quedando, ¡Joder tio! Ese en Madrid no pilla ni de coña! Solo le falta comprarse una chalaparta, txalapaaaaarrrrtaaaaa, y darle al tronco- y se ríe, encantado de su ocurrencia, con la boca abierta de par en par, que hay que ver lo bien que tiene los dientes, de blancos y alineados- Para un a anuncio de lo que sea, en plan bien, la de Mario es una boca perfecta.
Carlos Ruiz y Mario Aguinagalde son íntimos desde pequeños, y las familias muy bien avenidas. Tienen una confianza que es exclusiva y de la que el resto de los amigos estan excluidos. Carlos tiene una simpatía natural que compite con la natural belleza de Mario, y rivalizan amistosamente en conquistar chicas, cada uno con sus encantos, pero la verdad es que hacen estragos entre las mejores chicas de Vitoria. Los demás amigos son menos amigos, o sea que son camaradas pero la confianza que los une es menos profunda, y más de aquí te veo aquí te trato. A Koldo le conocieron en el colegio y le tratan bastante, pero siempre le han hecho notar que es amigo de segunda, de repuesto. Y es que Koldo carece de virtudes que le hagan especial. Es muy corriente. Y se le nota. Y más de una vez les ha jodido un plan, por bocazas.
Koldo nota que su amigo, desde que estudia en Madrid, se muestra particularmente distante con él, pero como se está metiendo mucho en lo de las txosnas y ya le tienen dicho que no sea españolazo si quiere hacer carrera con ellos, pues le parece que la distancia que Mario le impone le permite establecer otra simétrica, en justa compensación. El preferiría que Mario y Carlos le dejaran entrar en ese circulo misterioso e íntimo que comparten. Ser uno más de ellos, pero ve que eso no sucede, ni sucederá.

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